Después de una larga deliberación, amenizada por odaliscas danzando y sirviendo hidromiel, los dioses han decidido ampliar su radio de acción. Consideran que la literatura en prosa y verso no alcanzan para generar las dádivas de sus seguidores, por eso incluirán los artículos periodísticos, relatos, crónicas y demás muestras de su elocuencia y poder creativo. Bienvenidos a la remodelación, sigan y deleitense con las creaciones de sus dioses.

miércoles, 21 de marzo de 2007

El Hombre que se quedó a vivir con Morfeo


Cierto día despertó en un sueño. No sabía cómo ni porqué su realidad era ahora controlada por su inconsciente. Estaba en un cuarto de paredes blancas, infinitas, iluminado por una luz que provenía de todos lados y a la vez de ninguno. Estaba atrapado en el momento previo al sueño. Seguramente su mente estaba trabajando en la forma de dar rienda suelta a los deseos durante largo tiempo reprimidos, tal vez buscaba la forma de vengarse por muchos años de encierro, años de olvido y claustro. El hombre parpadeó y la escena cambió, caminaba por una playa bañada en un mar de aguas tranquilas y cristalinas. El sol desde el horizonte enviaba cálidos rayos que morían en sus pies con las olas. Detrás, en la estera abierta, estaba recostada alguna chica aprovechando los últimos rayos del ocaso. Cuerpo perfecto, bronceado de surfista hawaiana pero como suele ocurrir en los sueños no podía ver su rostro, sabía que era la modelo que había visto en el noticiero la noche anterior, trataba en vano de recordar su cara esculpida por un prestigioso cirujano plástico. Nuestro hombre pensó que recordar una cara era lo menos importante cuando se tiene al frente un cuerpo hermoso que desea pasar el ocaso retozando.

Así siguió nuestro hombre durante un tiempo, disfrutando de un ocaso perenne junto a la hermosa modelo. Algunas veces deleitándose con el dulce sexo de carnes magras que le ofrecía su diosa, otras leyéndole algo de Kundera para acabar con el estereotipo de las cabezas vacías, claro que la única K que conocía esa cabecita fatua era la del cereal. Hasta que llegó un momento en que el hombre, en medio de retozos y lecturas echadas en saco roto, recordó un mundo en el que tenía ciertas obligaciones. Parpadeó y en ese lapso donde las pestañas se unen, la escenografía cambió. Estaba sentado en un cubículo rodeado de montañas de papeles, desde algún lugar sonaba la voz de su jefe que lo arengaba a continuar con el papeleo, en una de las paredes como si fuera la imagen de la parca estaba pegada la foto de la esposa por obligación y un chiquillo que más parecía fruto de un infortunado encuentro con el lechero. El oficinista sabía que todo ese espectáculo macabro era obra de su inconsciente, le estaba mostrando lo que le esperaba si despertaba a la realidad. No pudo evitar pensar que la vida era una cosa extraña, viscosa, que se le pegaba a la espalda y no lo dejaba mover mientras se estrellaba contra la realidad.

Al ver el futuro tan negro que le esperaba, nuestro héroe hizo lo que cualquier hombre sensato que no ve telenovelas venezolanas haría, prefirió abandonar un mundo que le resultaba ajeno y asfixiante, un mundo que lo había convertido en un autómata sin sueños ni esperanzas, y huyó hacia la playa quimérica donde lo aguardaba su afrodita ignorante, para juguetear bajo la mirada de un ocaso infinito y el vaivén de un mar cristalino. Sin querer nuestro hombre oficinista, al tomar esa decisión, nos dio a entender porque hay personas que prefieren seguir en coma y nunca despertar.